Recuperamos el siguiente artículo de Ángel Cappelletti publicado el año 1985.
Fraga 1º Mayo 1988, Calle San Quintín |
Apogeo y decadencia del primero de mayo
Cuando
el Congreso Internacional reunido en la sala Pétrelle de París, entre el 14 y
el 20 de julio de 1889, decidió organizar cada año «una gran manifestación
internacional en todos los países y ciudades a la vez», con el objeto de lograr
la jornada de ocho horas, fijó ya como fecha para la misma el 1° de Mayo. Tenía
en cuenta, al hacerlo, que la American Federation of Labor, en el Congreso
celebrado en San Luis, en diciembre de 1888, había adoptado ese día para una
manifestación análoga.
Pero,
como bien hace notar Dommanget, en «la célebre resolución del Congreso de París
que, hablando con propiedad, es el acta de bautismo del 1° de mayo
Internacional, no se hace en absoluto cuestión de fiesta, sino de
manifestación». Se trataba, en efecto, de presionar a los poderes públicos y de
exigir una reivindicación esencial para la clase obrera. En un artículo famoso
y muchas veces citado de Jules Guesde —“Los orígenes del 1° de Mayo”— tampoco
se mencionaba para nada la palabra «fiesta»: se hablaba, más bien, de manifestación,
impulso, intimación.
Los
anarquistas, que habían protagonizado el movimiento por las ocho horas en
Estados Unidos y que habían dado la sangre de los mártires de Chicago, no
tenían una opinión unánime sobre la participación en las jornadas del 1° de
Mayo. Todos convenían sin embargo, en aquellos momentos aurorales, en repudiar
la idea de «fiesta» para ese día. El Pére
Peinard, el famoso remendón libertario, sostenía que «son los cobardes y
los frenadores del socialismo» quienes han «cortado el chicote al aire
protestador y frondoso del 1° de Mayo», ladrando que era la fiesta del
proletariado, al mismo tiempo que procesionaban ante los poderes públicos» (M.
Dommanget, “1° de Mayo ¿fiesta del trabajo o día de la lucha emancipadora?” en
Historia del 1° de Mayo, México, 1977. p. 159-160).
Pero
no fueron solo los anarquistas sino también la inmensa mayoría de los
socialistas quienes rechazaron al principio la idea de convertir al 1° de mayo
en fiesta del trabajo. Las razones de tal rechazo, que duró por lo menos hasta
la Primera Guerra Mundial, son muy comprensibles. Una fiesta significa la
celebración de un triunfo, el recuerdo de una victoria. Pero la clase obrera,
aún después de la conquista de la jornada de las ocho horas, estaba lejos de
haber triunfado. Si se podía hablar de fiesta no era, en todo caso, sino una
fiesta del futuro, para cuando, como escribía Adrien Véber, «el victorioso
empuje del socialismo y la Instauración progresiva del colectivismo
transformarán en una verdadera fiesta este austero aniversario, este acto de fe
revolucionaria y de comunión Internacional» (citado por Dommanget).
Algún
historiador superficial podría imaginar hoy, leyendo los periódicos socialistas
y anarquistas de la época, que tal oposición a celebrar una fiesta del trabajo
y del trabajador obedecía a un escrúpulo del revolucionarismo doctrinario o
constituía una mera formalidad protocolar. Basta con recordar, sin embargo,
para aventar tan ligeras suposiciones, que quienes pretendían instituir el 1°
de mayo como fiesta internacional del trabajo eran nada menos que los
personeros de la burguesía y los representantes oficiales u oficiosos del
gobierno. Nada más conveniente para ellos, sin duda, que convertir la fecha en
una celebración poética o, mejor aún, en una concelebración de la naturaleza
primaveral y del trabajo humano. Nada mejor que los cánticos jocundos y las
guirnaldas de flores para exaltar la concordia de clases y la armonía social.
No olvidaban éstos que ya los romanos habían celebrado el 1° de mayo como
festividad de las flores y de los cereales, ni, por otra parte, que en
Australia el reformismo obrero había logrado, desde 1855, la jornada de las
ocho horas, por lo cual celebraba la fiesta del trabajo en fecha próxima, esto,
es el 21 de abril.
El
movimiento obrero internacional y particularmente los anarquistas se negaron
rotundamente a cohonestar este fraude y a colaborar con la domesticación de una
fecha que había sido y quería seguir siendo clasista y revolucionaria.
Sin
embargo, lo que no podía ser una «fiesta» de la armonía social y una
celebración de la paz de los esclavos con el amo benévolo, se transformó pronto
en algo más que una movilización por las ocho horas. Adquirió un significado
trascendente al unirse al recuerdo fervoroso de los mártires de Chicago y llegó
a ser día ecuménico de los trabajadores en lucha y, si así pudiera decirse,
también «fiesta» de la sangre y del sudor del pueblo, más parecida por eso a
una conmemoración religiosa que a una efemérides nacional o a un cumpleaños del
gobierno.