Anarquismo y Nacionalismo
Por Tomás Ibáñez.
Texto que recuperamos para la Sala de Lectura
“Abajo a la izquierda”, con la intención de aportar ideas desde lo libertario frente
a la situación política actual.
Publicado por el periódico Rojo y Negro
digital: 21/01/2015.
Para saber sobre el autor:
Pienso que un debate, teórico y abstracto,
sobre “Anarquismo y Nacionalismo”, se podría desarrollar perfectamente en
cualquier otro momento, y en cualquier otro lugar del planeta, y que el debate
que aquí nos interesa, es el que entronca con el actual momento político, para
intentar perfilar una postura libertaria sobre temas como el “Procés”, el
independentismo, el “dret a decidir”, o la autodeterminación...
La pregunta que me preocupa, y que pongo sobre
la mesa, es doble, consiste en saber, si desde una postura anarquista es
coherente implicarnos en el “Procés”, y, por otra parte, si la participación en
la lucha por la independencia no conduce, inevitablemente, y sean cuales sean
nuestras motivaciones, a imprimir un fuerte, un fuertísimo, impulso al
nacionalismo.
Bien, si vamos al actual momento político, es
obvio que, en solo tres años, la situación ha cambiado de forma tan
espectacular en Catalunya, que David Fernández ha pasado de ser golpeado en
plaza Catalunya por los mossos de Felip Puig, a protagonizar el más efusivo de
los abrazos con el “President”.
La situación ha cambiado hasta el punto que la
magnífica movilización del 15 de Junio del 2011, ¿la recordáis?, contra un
“Parlament” al que Artur Mas tuvo que acudir volando, ha dejado paso a los
aplausos por su valentía. Y las masivas protestas contra los recortes, se han
visto desplazadas por enormes concentraciones donde los responsables de esos
recortes, bien lejos de ser abucheados, ocupan lugares de honor.
Cómo es notorio, la fuente de ese cambio no es
otra que la irrupción de un “Procés” que ha conseguido sustituir la cuestión
social por la reivindicación soberanista.
Está claro que el cabreo de buena parte de la
población ante las continuas agresiones del gobierno español, especialmente
contra la lengua, junto con el deterioro de las condiciones de vida y de los
derechos sociales, ha espoleado el auge del independentismo. Esa es
probablemente la causa principal, estamos de acuerdo, pero sería muy
ingenuo pensar que no han intervenido otros factores, y es muy fácil
percibirlos, con solo mirar entre bastidores.
Junto al efecto multiplicador producido por un
eficaz juego de disfraces entre nacionalismo, independentismo y “dret a
decidir”, también la “transversalidad” ha contribuido a incrementar la multitud
involucrada en el “Procés”, una transversalidad, interclasista e
interideólogica, donde entrelazan fraternalmente sus manos, los precarios y los
pudientes, los David Fernández y los Felip Puig, los pro-vida y las feministas,
y que cuenta con cuidadas escenificaciones que la televisión convierte en
grandiosos espectáculos a todo color.
El auge del independentismo se debe, también, a
que el Govern ha movilizado todos sus recursos institucionales, sus redes de
influencia, y su arsenal mediático, afín de situar y de mantener el soberanismo
en el mismísimo centro de la vida política, social, y cultural de Catalunya. El
Govern supo intuir el enorme potencial de energía que yacía en la diada del
2011, y desde ese mismo momento se volcó en potenciar la movilización de una
parte sustancial de la sociedad, teniendo, además, la gran inteligencia de
dejar el protagonismo en manos de algunas instancias de la sociedad civil, que
él mismo se encargaba, por otra parte, de publicitar y de empoderar
convenientemente.
Quienes acudieron a las urnas el 9N, lo
hicieron como una afirmación de libertad frente a las prohibiciones y a las
provocaciones del gobierno de España, pero, eso sí, amparados, arropadas y
espoleados por todo el aparato de poder de la Generalitat. Basta, sino, con
comparar el pobre resultado, y las enormes dificultades, del multireferendum
del 25 de mayo, con la placida consulta del 9N, para disipar cualquier
duda acerca de a qué se debe, no todo, ni mucho menos, pero sí buena parte, del
resultado del 9N: a los recursos de poder que maneja el gobierno catalán.
Ahora bien, el problema no es,
obviamente, el hecho de que crezca el independentismo. Lo preocupante es que
quienes participan en el “Procés”, con voluntad de impulsar cambios políticos y
sociales de signo radical, no valoren en toda su magnitud, en toda su
importancia, y a veces ni siquiera quieran ver, el papel que desempeñan los
poderes instituidos en el auge del independentismo. Un papel tan decisivo que
ese independentismo resulta, cuanto menos, bastante sospechoso en tanto que
posible instrumento emancipador.
Ya sabemos que son multitud quienes asumen el
nacionalismo español sin ni siquiera ser conscientes de ello, pero mucho me
temo que está pasando exactamente lo mismo con quienes dicen que su
independentismo ni es nacionalista, ni se expresa en clave identitaria. Porque
resulta que, en el contexto especifico del “Procés”, se hace muy difícil ser
independentista sin ser, al mismo tiempo, nacionalista. No digo que eso sea
imposible, pero exige que se considere el “Procés” de forma totalmente
instrumental, para alcanzar unos fines distintos al de su propia finalidad.
En ese sentido, algunos libertarios, y
libertarias, ven el “Procés” como la oportunidad, una oportunidad única, para
crear una ruptura que desencadenaría un proceso constituyente, políticamente
emancipador, y argumentan que debemos involucrarnos en el movimiento
soberanista para ensanchar la brecha que puede contribuir a abrir.
En esa misma línea, también se acude a la
viejísima teoría del enemigo principal y de los avances graduales: seguro que
os suena, derrotemos primero al nacionalismo dominante, el español, aunque haya
que pactar con otro nacionalismo, el catalán, y eso despejará la vía para
ulteriores avances.
Rizando el rizo, hay quien dice, incluso, que
hay que luchar para que Catalunya consiga su independencia, porque de esa forma
se acabará, por fin, la reivindicación nacionalista, y se podrá plantear los
temas que de verdad importan.
Quizás, desde una adhesión puramente
instrumental al soberanismo, se pueda ser independentista sin ser nacionalista.
Quizás. Pero, aun así, lo que sí resulta del todo imposible, en el contexto
específico del “Procés”, es ser independentista sin hacerle el juego al
nacionalismo, y sin excitar los sentimientos nacionalistas. Unos sentimientos
que han demostrado ser tan peligrosos que, hoy, todo dios huye de esa etiqueta como
de la peste.
Es del todo imposible no hacerle el juego al
nacionalismo, porque lo que se está planteando no es la independencia de una
comarca, o de un determinado colectivo, sino de “Catalunya”, claro!, y es la
independencia de esa entidad, perfilada como Nación, la que motiva la adhesión
entusiasta de la mayor parte de quienes se involucran en el “Procés”.
Es cierto que el independentismo que niega ser
nacionalista insiste en que lo que persigue es, simplemente, romper la
dependencia del Estado español, y que la gente variopinta, de múltiples
nacionalidades y lenguas, que habita este territorio pueda decidir libremente
la forma política de su sociedad. Ese independentismo repite que hoy el
catalanismo no es identitario, que reivindica su impureza étnica, y que es
inclusivo y abierto. Que no se trata de independizar naciones, sino, pueblos y
territorios.
Bien! Pero, ¿de qué pueblo hablamos? ¿Acaso del
pueblo trabajador? ¿Y de qué territorio? ¿Cómo se definen sus límites?
No nos engañemos, desde un punto de vista no
nacionalista, resulta que un territorio susceptible de constituirse como una
unidad política diferenciada e independiente, se define por una forma de vida,
compartida en el marco de un proyecto común, y resulta que no puede haber
forma de vida en común entre un patrón y un precario, por mucho que ambos sean
catalanes, hablen una misma lengua, y habiten un mismo espacio.
Ahora bien, cuestionar una independencia basada
en el supuesto “hecho nacional” no significa, en absoluto, menospreciar la importancia
del sentimiento de pertenencia a una comunidad. Es obvio que el vínculo
comunitario es fundamental, y que vivir en un mismo lugar, compartir una
lengua, tener experiencias comunes, desarrolla relaciones solidarias, y crea un
sentimiento de comunidad que se inscribe, muy profundamente, en nuestra
subjetividad, y que moviliza intensamente toda nuestra afectividad.
Sin embargo, extrapolar ese sentimiento a una
entidad abstracta, lo desvirtúa, y lo transforma en otra cosa. La gran astucia
del nacionalismo consiste en equiparar el amor al terruño que nos ha visto
nacer y crecer, con el amor a esa abstracción que es la Nación. Son
sentimientos totalmente distintos, el apego a la tierra natal ni se aprende ni
se enseña, simplemente sucede en el roce diario, mientras que el patriotismo,
inseparable del nacionalismo, debe ser enseñado e inculcado, mediante
sofisticadas operaciones de producción simbólica de la realidad nacional.
Muy probablemente no pueda evitar ser andaluz o
catalán, y quizás ni siquiera me apetezca evitarlo, pero lo que sí puedo evitar
es transformar esa característica identitaria en un elemento primordial. Porque
lo importante, lo importante es el peso que concedemos en nuestras señas de
identidad a la adscripción a una lengua, a un territorio, o a una
Nación, así como, y eso es aún más importante, el peso que representan
esas adscripciones en los valores que asumimos, o en la acción política que
desarrollamos.
Ese peso va desde cero hasta el infinito. Como
es sabido, desde el anarquismo se le concede un peso que se sitúa muy cerca de
cero, mientras que el peso que le dan, por ejemplo, los nacional-socialistas,
tiende hacia el infinito. El punto exacto donde nos situamos, entre esos
dos polos extremos, depende de nuestro grado de nacionalismo.
David Fernández declaraba, hace poco, el pasado
10 de enero, en un acto de las CUP ““Nadie, nadie nos hará elegir entre
cuestión nacional y cuestión social”. ¡Faltaría más! Cada colectivo es muy
libre de sus elecciones. Por nuestra parte tampoco tenemos que elegir, pero es
porque no estamos confrontados a ningún dilema. La cosa está muy clara, vamos
por la cuestión social, esa es nuestra guerra, y nada tiene que ver con una
guerra por la cuestión nacional, una guerra que no nos concierne y que dejamos,
por completo, en manos de quienes se desviven por protagonizarla, aun a
sabiendas de que les tocará luchar abrazados, como ya lo han hecho, a los
peores enemigos de la cuestión social.
En ese mismo acto, David Fernández añadía: “El
país es demasiado diverso para caber en una sola lista”, ¡y tenía toda la
razón! Solo que pasaba por alto que también hay una parte del país que no cabe
en ninguna lista electoral, y es a esa parte a la que pertenecemos.
Esas dos declaraciones expresan dos compromisos
básicos que, lamentablemente, nos sitúan en campos antagónicos: por una parte,
el total compromiso con la cuestión nacional, considerándola inseparable de la
cuestión social, y, por otra parte, la decidida participación en la dinámica de
“las listas”, en la dinámica electoralista.
En cuanto al primer compromiso, parece que si
no se quiere separar la cuestión nacional de la cuestión social, debería ser
porque se considera que no vale cualquier forma de independencia, sino
solamente la que instaura otro tipo de sociedad. Con lo cual, si lo
pensamos un minuto, lo que pone de manifiesto esa exigencia de
no-separabilidad, es, paradójicamente, la existencia de una disimetría entre
las dos cuestiones, y resulta, por lo tanto, totalmente incongruente situarlas
en un plano de equivalencia que excluye priorizar una de ellas.
Es obvio que el hecho de resolver la
cuestión nacional no tiene porque resolver una cuestión social que se
mantendría intacta en una Catalunya independiente pero que fuese ferozmente
capitalista. Sin embargo, resolviendo la cuestión social de fondo, la cuestión
nacional también queda resuelta, porque en una sociedad igualitaria y libre, ya
no es que Catalunya podría ser independiente, sino que podría serlo cualquier
parte de la sociedad que así lo quisiera.
Ahora bien, si está tan claro que las dos
cuestiones no son equivalentes, que una prevalece sobre la otra y la
condiciona, entonces, cabe pensar que la incapacidad de percibir esa
disimetría, y la exclamación de que “nadie, nadie nos obligará a elegir entre
ellas” responden, en realidad, a la fuerza del sentimiento nacionalista, y,
claro, eso desata sospechas, porque apunta al engaño y al autoengaño de quienes
afirman que su defensa del independentismo nada tiene que ver con el
nacionalismo.
El segundo compromiso, el compromiso
electoralista, resulta igualmente problemático, porque no es solamente la
cuestión del nacionalismo la que justifica que no nos involucremos en el
“Procés”, es también la tremenda contradicción entre la forma que toma la
acción política en el seno de la actual movida soberanista, frente a la que
pretendemos imprimirle desde el anarquismo.
En efecto, la dinámica desatada por el
soberanismo, hace que todo se conjure, desde hace ya bastante tiempo, para
institucionalizar la acción política de carácter radical. Referéndum, urnas,
“Parlament”, elecciones, plebiscitarias o no... Todo gira en torno a las
instancias institucionales del poder político establecido. Se saca la lucha de
las calles y del mundo laboral, para otorgar el protagonismo principal a las
Urnas y a las votaciones en elecciones, en consultas, o en el “Parlament”.
Ahora mismo, por ejemplo, es el horizonte del 27 de septiembre el que va a
hipotecar el presente de las luchas. Que lejos queda aquello de ¡“que se vayan
todos”!… Está claro que participar en el “Procés” conduce, inevitablemente, a
empujar la acción política radical hacia la esfera institucional, y a centrarla
en el ámbito del “Parlament”.
Pero bien sabemos que, en esas condiciones, lo
único que puede surgir de las urnas reclamadas por el soberanismo es la
creación de un nuevo Estado capitalista, nunca la ruptura con el capitalismo.
¿Acaso es eso lo que queremos decidir? ¿Es esa
la autodeterminación que nos interesa y por la que vale la pena luchar, salvo,
claro está, que seamos nacionalistas?
Resulta que, como anarquistas, defendemos
efectivamente la autodeterminación, sí, pero no auspiciada desde el poder, no
conseguida mediante las urnas institucionales, porque entonces solo puede ser
un simulacro de autodeterminación.
No nos engañemos, la autodeterminación solo
puede ser conquistada, arrancada. Porque al igual que ocurre con la libertad,
esta tampoco se otorga, y también se conquista. Se conquista, como cuando se
okupan espacios para sustraerlos a las normas que rigen el sistema, o como cuando
se okupan unas fábricas para autogestionarlas, o como cuando en el 36 las
comarcas decidían implantar el comunismo libertario.
Autodeterminación, sí, pero de verdad, sin
pedir permiso a las instituciones, transformaciones radicales llevadas a cabo
directamente por los colectivos concernidos, en el ámbito local, no
institucional, y que luego, eventualmente, se federan.
Esa es la autodeterminación por la que vale la
pena luchar, pero nunca una autodeterminación para crear otro Estado, no una
autodeterminación en forma de SÍ-SÍ, no una autodeterminación para consolidar
la forma Nación.
Cambiar una bandera por otra nunca ha sido
nuestro problema, ni puede ser nuestra lucha, y ni siquiera una parte de ella,
por muy pequeña que sea.
Se trata, eso sí, de desairar banderas, de
promover desobediencias y de multiplicar rupturas. Pero sin confinarlas en un
escenario rupturista de carácter nacional, porque conviene no olvidar que,
lejos de ser realidades “naturales”, las naciones, todas las naciones, se han
construido con sangre y lágrimas, la sangre y las lágrimas de la gente de
abajo.
Fueron los enfrentamientos por el poder y
por la riqueza, los que poco a poco fueron agrandando y agregando posesiones,
juntando territorios, y colocando bajo una misma autoridad, poblaciones
dispares. Luchas, guerras, pactos, alianzas, hasta configurar un condado, un
reino, o una república, o cualquier otra estructura política centralizada, que
se transforma en una Nación, o en un país, o en un pueblo, cuando adquiere
carta de naturalidad para sus súbditos.
Las naciones son un artefacto del poder, y
constituyen un dispositivo de dominación que se construye homogeneizando
heterogeneidades, incluso en el plano lingüístico.
De forma, que al reivindicar la existencia
política de una determinada nación, lo que estamos asumiendo, implícitamente,
es la historia de sangrientos enfrentamientos por el poder, y estamos haciendo
nuestras tanto la lógica que ha guiado esa historia, como el resultado en
el que ha desembocado.
Ahora bien, si las naciones han sido hechas,
también pueden ser deshechas, y uno de nuestros cometidos en tanto que
anarquistas es, precisamente, deshacerlas. Debemos ser resueltamente
“nacionalicidas”, sí, nacionalicidas, respecto de la función política que
cumple el concepto de Nación, y de los enormes recursos de todo tipo que se
invierten en la construcción simbólica, y en el mantenimiento de “la realidad
nacional”.
En tanto que libertario no es que quiera una
Nación sin Estado, es que no quiero ni un Estado ni una Nación.
Y, ya, para ir concluyendo, está claro que
debemos luchar contra el nacionalismo español, y que uno de los yugos de
los que nos tenemos que liberar es el de la opresión del Estado español. Pero
no porqué esa opresión nos constriña en tanto que miembros de una Nación, de un
País, de un Pueblo, de un Territorio, o como se le quiera llamar, sino porque
es un instrumento de dominación y queremos romperlo, pero sin darle la
satisfacción de reproducir miméticamente sus propios principios basados en “el
hecho nacional”.
Frente a la pregunta de si apoyamos o no, de
forma general, las luchas de liberación nacional, la respuesta es que
consideramos que hay que prestar un apoyo rotundo a las luchas contra la
dominación nacional. Pero eso no se puede confundir con un apoyo a las luchas
de liberación nacional, y esta distinción se entiende perfectamente si se
reformula el planteamiento simplista que dibuja como situación primaria, la de
una Nación oprimida que lucha por liberarse.
En realidad, lo que existe primariamente es una
fuente de opresión, lo que hay, en origen, es una Nación, en posición de
fuerza, que tiene interés en dominar un determinado colectivo y en controlar su
territorio. Cuando ese colectivo se levanta contra la dominación nacional, es
obvio que debemos darle apoyo, porque forma parte del anarquismo, impulsar
todas las luchas contra la dominación.
Sin embargo, apoyar el combate contra la
dominación nacional no implica, para nada, que se tenga que apoyar también la
parte de esa lucha a favor de la liberación nacional, un objetivo que tan solo
representa sustituir una forma de dominación por otra, y sería del todo
surrealista apoyar, desde el anarquismo, un combate por la dominación.
¿Posición compleja, que exige diferenciar la
lucha “contra la dominación nacional”, y la lucha “por la liberación nacional”,
aun cuando ambas suelen estar entremezcladas? Pues, sí, ciertamente, posición
compleja, pero nadie ha pretendido que el anarquismo fuese simple.
En definitiva, no se trata de entorpecer la
independencia de Catalunya. La creación de un nuevo Estado en Europa, o fuera
de ella, no es nuestro problema. Por mi parte, si eso se produce algún día, y
si aún estoy a tiempo de verlo, me alegraré, me alegraré mucho, porque se
estará debilitando España, pero, al mismo tiempo, lo lamentaré, lo lamentaré
profundamente, porque se estará creando un nuevo Estado que nada, nada, tendrá
que envidiar al Estado español.
¿Entorpecer la independencia? No, claro. Ahora
bien, tampoco ayudar, ni en lo más mínimo, a que acontezca, sino denunciar
el engaño que supone para los de abajo que se les venda la moto de que esa
lucha merece su colaboración, y denunciar, también el substrato nacionalista
sobre el que descansa, necesariamente, esa lucha.
Debemos elegir, debemos elegir entre arroparnos,
ya sea materialmente, o solo simbólicamente, en una estelada, o bien defender
las ideas anarquistas. Y, a partir de ahí, que cada cual elija legítimamente lo
suyo. Ahora bien, si hacemos lo uno, si nos involucramos en el “Procés”, no
podemos hacer lo otro, que consiste en luchar para erradicar todas las formas
de la dominación, porque eso sería tan incompatible como arroparnos en la
bandera española en lugar de rechazarla, y, al mismo tiempo, proclamarnos
anarquistas.
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Fernández-Savater publicado en la Sala de Lectura, abril-mayo 2015 http://bajocincalibertario.blogspot.com.es/p/sala-de-lectura_80.html
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ofensiva ciudadanista. Editorial de la revista Argelaga del mes de julio del
2014, publicado en la Sala de Lectura, octubre-noviembre 2014 http://bajocincalibertario.blogspot.com.es/p/sala-de-lectura_5.html
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inmortal 1814-2014, periódico CNT, publicado en la Sala de Lectura,
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capitalistas, Patricio Barquín, publicado en la Sala de Lectura, Julio
2014 http://bajocincalibertario.blogspot.om.es/p/blog-page_3.html
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para una política no estadocéntrica, Amador Fernández-Savater, publicado en la
Sala de Lectura, junio 2014 http://bajocincalibertario.blogspot.com.es/p/sala-de-lectura_15.html
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ético del anarquismo. Luce Fabbri, publicado en la Sala de Lectura, abril 2014 http://bajocincalibertario.blogspot.com.es/p/sala-de-lectura.html
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