Recuperamos
el siguiente texto de Luce Fabbri, publicado en Tierra y Libertad, órgano de la
FAI, (Federación Anarquista Ibérica) julio 2001, Nº: 156. Recogido en internet: http://www.nodo50.org/tierraylibertad/156.html#articulo7
Carácter
ético del anarquismo
Luce
Fabbri [1]
El
tema de hoy no es muy cómodo. Es difícil hablar de ética, especialmente por
parte de una persona de mi edad. Estamos acostumbrados a ridiculizar a los
viejos que sermonean a los más jóvenes. Nadie se siente impulsado a escuchar.
Sin embargo, no podemos prescindir de la ética: la vida sería imposible si, en
lo cotidiano, no juzgáramos continuamente nuestros actos y los ajenos con un
criterio ético, por más que lo violemos a menudo. Cuando pensamos en nuevas
normas de convivencia, instintivamente nos remitimos a lo que creemos que sea
bueno para todos y no sólo para nosotros o, por lo menos, cuando hacemos, en
este terreno, una propuesta, la presentamos como conforme a lo que es “justo” o
la conciencia entiende como “justo”.
En
todo este siglo XX que está terminando ha prevalecido la idea de que la ética
no se puede aplicar a la política. Y, si entendemos por política el arte de
llegar al poder, de gobernar, la afirmación es correcta. El poder que se
conquista con la fuerza, con el voto, o simplemente, amontonando riquezas (pues
hay distintas clases de poder), se conserva fundamentalmente por la fuerza
(ejército y policía), aunque en los regímenes más democráticos, la fuerza está
más disfrazada y la base social tiene mayores posibilidades de ejercer cierto
control y una limitada capacidad de iniciativa. En este ámbito, los partidos,
organizados para llegar al gobierno, no pueden obedecer normas morales de
convivencia (no mentir, no dar ni aceptar coimas, mantener lo prometido,
ajustar la actividad al programa, etc.) porque, si lo hicieran, fracasarían. Por
ejemplo: conseguir una mayoría de votantes cuesta mucho dinero, aunque no se
piense en comprar materialmente votos. Sólo la propaganda electoral exige sumas
que las contribuciones de los partidarios no llegan nunca a cubrir. Y hay plata
fácil, a disposición de los partidos en los momentos decisivos, cuando se está
dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar. Basta prometer, en caso de llegar
al gobierno, privilegios especiales a los generosos financiadores. La tentación
es fuerte. Además, el partido contrario se supone que lo hará y sería muy mal
para el país que ganara.
El
fin justifica los medios, se dice, y el fin es bueno: está en el programa del
partido. Pero ese programa, si es realmente bueno para las grandes mayorías,
luego de la victoria no se realiza, ni se hacen esfuerzos para que se realice,
porque el interés y la seguridad del Estado lo impiden. Ejemplo: si se busca
una mayor justicia social, se corre el riesgo seguro de espantar a las
inversiones de capital extranjero que el “país” necesita; si se amplían las
libertades y las garantías democráticas, se puede irritar al vecino poderoso
cuya política se orienta, en sentido contrario, a las corrientes internas de
derechas, que son minoritarias, pero tienen una fuerza material y dinero y
frente a las cuales suele ocurrir que el gobierno sea demasiado débil. Y así
sucede que recursos que podrían emplearse en enseñanza y cuidado de la salud
van a engrosar el presupuesto militar. El poder en sí -además- está reñido con
la ética y con la dignidad de cada ser humano, pues establece una injusta
superioridad de uno sobre otro, superioridad que, cualquiera que haya sido su
origen, se mantiene no en base a mayor conocimiento o mejor criterio, sino a
través de un aparato coactivo.
Pero,
si entendemos por política el arte de convivir, de asegurar la continuidad de
la vida social, entonces podemos decir que la política es ética en la medida en
que busca el libre consenso entre individuos y grupos, todos diferentes, pero
todos con iguales derechos y deberes, es decir en la medida en que no se
convierte en un sistema de poder. “Nuestra” política es ética y las demás son
éticas en la medida en que se nos acercan, pues la propuesta libertaria es
sencilla y no es más que lo que el ser humano tiene desde siempre como modelo
ideal: todos distintos, pero con iguales deberes y derechos y todos hermanos;
la ayuda mutua como metodología de convivencia.
El
anarquismo no es un partido en el sentido tradicional del término, no es sólo
un movimiento organizado que, en este segundo sentido de la palabra “política”
puede ser definido como político, sino que es también una visión general de la
vida, la búsqueda de un modo de vida. Y, como tal, siempre ha tenido un
fundamento ético, que lo distinguió de las demás tendencias dentro del campo
socialista (me refiero al anarquismo socialista, heredero del internacionalismo
obrero antiautoritario del siglo pasado, y no del anarquismo individualista, de
los secuaces de Stirner que, a mi modo de ver, son algo muy distinto). Dentro
del socialismo, los integrantes de la veta llamada “científica”, que adoptaron
las teorías de Marx, se han mofado durante mucho tiempo del “moralismo” de los
anarquistas. La paradoja es que ellos mismos, en la medida en que militaban por
el socialismo, no llevados por deseos de dominio o intereses personales, sino
por una exigencia de justicia, obedecían a un impulso ético. Pero no lo
reconocían, al buscar para la lucha y la conquista de un mundo mejor los
caminos del poder, ya se situaban en el terreno dominado por la máxima “el fin
justifica los medios”, encuadrando su acción en el marco de las leyes,
pretendidamente “científicas”, de la historia.
En
este fin de siglo, la ciencia como motor social y como explicación de la
historia ha perdido su carácter hegemónico en la opinión de lo que se llama “la
izquierda”: se reconoce que es muy dudoso que haya “leyes históricas”. La
exigencia que siempre sintieron los anarquistas de que la “política” entendida
como sistema de convivencia, obedezca a criterios éticos (que es la exigencia
instintiva y permanente de la gente), ahora aparece como la única que queda en
pie -si queremos evitar el imperio de la ley de la selva- también para los
muchos que, sedientos de justicia, luchan como nosotros, para un cambio
profundo y que por mucho tiempo, en su mayoría, han seguido doctrinas que, en
nombre del realismo científico, prometían la justicia a cambio de una renuncia
-que se pretendía transitoria- a la libertad. Y la libertad es el fundamento
mismo de la dignidad de cada persona y de toda ética social, porque es la
condición necesaria de la responsabilidad.
Se
dirá: “Pero, ¿qué ética?”. Pues -se dice- hay muchas clases de ética. Yo diría
que, en lo sustancial, hay una sola, con dos aspectos, uno individual (de los
deberes de cada uno hacia sí mismo), y otro social (de los deberes de cada uno
hacia los demás). Hoy está surgiendo un tercer aspecto: el de los deberes
individuales y colectivos hacia la naturaleza.
A nosotros nos interesa ahora fundamentalmente el segundo, es decir, la
ética social.
Se
ha dicho hace mucho tiempo: “Compórtate hacia los demás como quisieras que los
demás se comportaran hacia ti”. Y ese precepto está en la conciencia común, a
pesar de que las exigencias del mercado y las del poder marcan el camino
contrario. Y un filósofo ha dicho: “Compórtate en cada momento como para que tu
comportamiento pueda ser tomado de criterio general de conducta”. En el fondo
los dos preceptos significan lo mismo a pesar de que la segunda formulación es
más amplia y precisa, pero también más difícil de entender y menos impactante.
Naturalmente,
el ser humano es complicado y todo lo que a él se refiere es complicado. Lo que
en teoría es muy claro, en la práctica da lugar a conflictos y contradicciones.
En este caso las zonas conflictivas son dos: una es la zona de las costumbres
heredadas y siempre en proceso de transformación (en este momento en
transformación rapidísima) y la otra es la de los instintos individuales.
La
primera comprende los tabúes ligados a supersticiones o a intereses de grupos
sociales dominantes, tabúes que tradicionalmente se han disfrazado de preceptos
éticos (por esto se dice que la ética cambia de una época a otra). Pertenecen a
esta categoría las reglas relacionadas con la familia y el matrimonio y, en
general, con lo sexual, entre las que quedan en el ámbito de la ética las que
se pueden identificar con el precepto citado: “Compórtate hacia los demás como
quisieras que los demás se comportaran hacia ti” y, en este caso, se reducen a
dos deberes de la pareja: la sinceridad recíproca y la asunción por ambos de la
responsabilidad hacia los hijos. Esto último podría sintetizarse así:
“Compórtate hacia tus hijos como quisieras que tus padres se hubieran
comportado hacia ti”.
Pertenecen
a esta categoría de preceptos que pretenden ser éticos pero obedecen a
intereses particulares de grupos dominantes, también los que se refieren al
amor a la patria y al deber de defenderla contra sus enemigos a cualquier
precio y con cualquier medio. El amor al terruño, al idioma, a lo que se tiene
más afinidad con nosotros por costumbres y cultura es cosa natural y buena en
cuanto constituye una extensión del amor familiar y es peldaño hacia el amor a
la especie. Pero las fronteras no tienen nada que ver con este apego y menos
tiene que ver el Estado que se ha formado dentro de esas fronteras que, por su
naturaleza, es competitivo y se sitúa, en relación con los demás Estados, en un
plano de mayor o menor potencia. De ahí ejércitos y carrera de armamentos están
ligados a poderosos intereses particulares. Para eso, el Estado, es decir, el
gobierno, explota ese amor natural al terruño, estimulando a la vez los
instintos agresivos que duermen en cada uno.
Con
el amor a la patria se ha justificado siempre la inmoralidad que acompaña
falsamente al poder. Los deberes hacia la patria, así como los tabúes sexuales
son pues una formación histórica y no pertenecen al campo de la ética.
La
otra zona conflictiva -decíamos- es la de los instintos, cuya fuerza a veces
puede hacer entrar en crisis el ejercicio de la libertad personal, condición
necesaria para el juicio ético. Esa libertad debe ser entendida siempre dentro
del principio general de que hablábamos (“Compórtate hacia los demás como
quisieras…”) y que implica igualdad.
En
efecto, si entendiéramos por ejercicio de la libertad el poder hacer en forma
irrestricta lo que nos apetece en cada momento, siguiendo sólo el impulso
expansionista y avasallador que es un aspecto del instinto vital, pronto
entraríamos en conflicto con los demás que no quieren ser avasallados y tienen
derecho a no ser avasallados por su condición de seres humanos. Si todos dieran
rienda suelta a sus instintos, toda vida social sería destruida y con ella
nuestra libertad, pues el hombre es un ser social y, si está solo, no es libre,
sino esclavo de sus necesidades primarias, que la colectividad socialmente
organizada le ayuda a satisfacerse su pan, construirse su casa, tejerse y
coserse la ropa, enseñar a leer y a escribir a sus hijos, cuidarlos en sus
enfermedades… El intercambio de estos servicios y de otros más sofisticados da
lugar actualmente, gracias al poder y al derecho de propiedad, a las enormes
injusticias, contra las que los socialistas (tomando la palabra en su sentido
amplio) estamos combatiendo a partir de la Revolución Francesa y seguimos
combatiendo ahora que las tendencias autoritarias del socialismo han fracasado.
Los socialistas anarquistas queremos eliminar esas injusticias socializando la
propiedad de la tierra y de los otros medios de producción y suprimiendo a la
vez la jerarquía y el dominio de unos sobre otros, pero moviéndonos siempre en
el ámbito de una sociedad originada. Libertad y justicia social son
inseparables. Toda la historia del siglo XX lo demuestra. Pero no una libertad
que signifique ausencia de normas; no apela al instinto sino a la razón de cada
uno. Y la razón nos dice que hay normas que son convenientes para todos. Y, una
vez aceptadas, hay que observarlas. Esto no quiere decir detener la
espontaneidad de lo no racional, de lo instintivo, sino solo controlarla desde
la intimidad de cada uno. Por suerte, además de los instintos agresivos, hay en
el ser humano también instintos de amor a la especie, sin los cuales nuestra
especie en particular se habría extinguido hace tiempo. Tanta importancia como
la razón tiene, para la conservación de la vida, ese impulso irracional que
llevamos dentro y que se llama “amor”.
Hoy
vivimos en un mundo neoliberal que amenaza morirse por la contaminación creada
por el mercado y el consumismo y por la imposibilidad que tiene una economía de
mercado en progresiva tecnificación de mantenerse frente al alud de la
desocupación que ella misma crea. En este trance de creciente riesgo de muerte,
comprobamos el valor de la solidaridad, esa fuerza cohesiva que surge
espontánea frente a las grandes catástrofes y que es en el fondo el impulso que
nos lleva a declararnos anarquistas y a rebelarnos contra el “sistema”.
Esa
solidaridad va a ser necesaria para asegurar la supervivencia colectiva en la
crisis de superproducción, desempleo y subconsumo que se acerca. Por eso, el
socialismo no ha muerto, como decían, sino que está más vivo y urgente que
nunca, un socialismo libre, basado en normas libremente aceptadas, enraizadas
en la máxima básica de la ética: “Compórtate hacia los demás como quisieras que
los demás, en las mismas circunstancias, se comportaran hacia ti“.
En
este contexto se plantea una frondosa problemática acerca de los métodos de
lucha, acerca de nuestra vida cotidiana dentro de esta estructura autoritaria
que repudiamos, acerca de detalles de nuestra propuesta de futuro. El problema
principal es el de la violencia revolucionaria, que implica una contradicción
difícil de eludir, pues la violencia es en sí autoritaria. Con este problema
básico están vinculados otros muchos, relativos a la acción cotidiana. Quiero
mencionar solo uno, que considero grave: el de la llamada “expropiación
individual” como método de lucha. Pero hay muchos otros, que se presentan a lo
largo del camino.
Voy
a anticipar ideas personales sobre algunos puntos básicos, como aportación a la
discusión. El anarquismo es revolucionario; pero la experiencia de dos siglos
de revoluciones y la ambigüedad que se ha creado alrededor de esta palabra
mágica, que se ha derrochado para todos los usos, todas las demagogias de
izquierda y de derecha, nos obligan a precisar nuestro concepto de
“revolución”. No es para nosotros un camino abreviado para llegar al poder y
moldear desde allí la sociedad según un determinado programa. Sabemos que no se
puede. “Nuestra” revolución no es nuestra, sino de la sociedad entera. Consiste
en un cambio profundo, que es lento como todo lo profundo y en un determinado
momento de ruptura con el pasado -que es el momento propiamente revolucionario-
se concreta. Puede haber o no una fase insurreccional (generalmente la hay),
pero ésta sirve para derribar obstáculos frente a transformaciones que ya
tienen un consenso tan amplio como para que no haya imposición y el cambio se
produzca en las bases sociales por obra de las mismas bases.
Naturalmente,
esto implica el respeto de todas las diferencias y una total libertad de
experimentación social. Hoy el capitalismo es múltiple; mañana puede haber
distintas formas y distintos grados de socialismo que incluyan la gestión
individual o familiar. Lo importante es que nadie pueda ser dominado o
explotado, a menos que quiera serlo, lo que es difícil, pero posible. Una
revolución libertaria no es una guerra de pobres y oprimidos, contra ricos y
poderosos, sino de seres humanos contra la desigualdad social y el poder. Se
diría que es el mismo perro con diferente collar; pero la diferencia está en el
tono afectivo. Éste es el contexto en que se plantea el problema de la
violencia, que es un problema atormentador para el anarquismo, pues, como
decíamos, (cuando no sea de pura defensa) la violencia es autoritaria por su
misma naturaleza. Hay anarquistas que rechazan todo tipo de violencia y
conciben la revolución como Gandhi (un ejemplo es Tolstoi), es decir, como
desobediencia al sistema y construcción obstinada de formas de vida ajenas al
sistema mismo. Hay quienes la aceptan, pero sólo como defensa de lo que se crea
y considerándola como una dolorosa y peligrosa necesidad. Otros en fin (pero
hoy -después de tanta experiencia- son los menos) la exaltan como fuerza
creadora.
Hubo
una época en que tuvo lugar una seguidilla de atentados terroristas, más contra
la sociedad injustamente organizada que contra determinadas personas. Fue a
fines del siglo pasado en Francia. En el mismo periodo hubo otros, contra
determinados gobernantes en Francia, en España, en Italia, todos obra de
anarquistas, todos muy explotados por la prensa burguesa que encontró muy fácil
crear el estereotipo del “anarquista tira bombas”. En realidad, se trata de dos
tipos muy distintos de hechos: los primeros (Vaillant, Emile Henry, etc.) se
inspiran en las teorías individualistas que tienen su origen en Stirner y
Nietzsche, abundantemente acogidas en la literatura francesa de fin de siglo en
convergencia con la indignación por las duras condiciones en que vivía la clase
trabajadora de la época. Los segundos (Angiolillo, Caserio, Bresci) se
relacionan más bien con la tradición revolucionaria que, desde el Renacimiento,
exaltaba el tiranicidio como un medio para recuperar la libertad y tenía como
símbolo remoto el puñal de Bruto contra César y como referencia cercana las
conspiraciones carbonarias de la primera mitad del siglo. Unos y otros
pertenecen a la historia y están muy ligados a su época.
Nosotros
nos movemos hoy en otro ámbito. El terrorismo ha sobrevivido y se ha agudizado
en los nacionalismos rabiosos y acompaña a las luchas por el poder, con
frecuentes conexiones hacia el área del narcotráfico, del comercio de armas y
aún de la mafia. En los últimos setenta años ha habido muchísimos atentados, de
todas las corrientes y partidos. Los anarquistas fueron los que cometieron
menos y en la segunda mitad del siglo prácticamente ninguno. Ha habido, en
cambio, en todo el siglo, mucho terrorismo de Estado, con intervención de CIA,
Gestapo, Checa y KGB, y de todos los demás servicios secretos. Ha habido mucho
terrorismo -repito- en el choque entre los distintos nacionalismos y en
general, en la lucha de quienes se disputan el poder, multinacionales
incluidas. Los métodos del terrorismo son hoy completamente ajenos a la
revolución libertaria. Otra cosa es la ira de los pueblos, cuando se despiertan
y que puede ser ciega y, por momentos, injusta, pero tiene siempre su punto de
partida en una situación de intolerable injusticia y los anarquistas tienen en
su seno un papel que desempeñar, para tratar de que nadie la instrumentalice
hacia sus fines particulares y para que el movimiento dé origen a una auténtica
revolución en el sentido más libre y socialista posible y no a nuevas formas de
poder y de injusticia.
Este
de la violencia es el problema principal del anarquismo y se discute y se
discute. Yo no creo que se pueda resolver en forma absoluta, sino de acuerdo
con las particularidades de cada caso, poniendo siempre el acento en los
aspectos constructivos y creativos del proceso de cambio y considerando siempre
la necesidad del empleo de la fuerza como un tropiezo en el camino y una causa
de demora o retroceso. De todos modos, lo que se puede afirmar rotundamente es
que el anarquismo no tiene nada que ver con esas formas de violencia individual
o de pequeños grupos que, presentándose como actos de rebeldía, refuerzan en
realidad el actual sistema de explotación, injertándose en él, especialmente si
esa violencia está relacionada con el dinero, como en el caso de la llamada
“expropiación individual”, generalmente más apropiación que expropiación.
Adoptar
ese sistema como medio de vida es vivir a espaldas de los demás como el más
parásito de los capitalistas, el capitalista financiero, que vive del sistema
bancario y ni siquiera está implicado en las actividades productivas. La
transferencia de la propiedad no modifica ninguna estructura.
Pero
aún en el caso en que se practique esa “expropiación” con fines desinteresados,
para financiar acciones de propaganda o de lucha, las consecuencias del empleo
de esas tácticas para cualquier movimiento organizado son siempre negativas en
el terreno práctico: disgregación, luchas internas, pérdida de existencias
valiosas y pérdida del influjo sobre el entorno, sin contar los liderazgos que
inestablemente se crean y, como pasó en el movimiento tupamaro, lo peor, lo más
antilibertario: la militarización. Pero, desde el punto de vista puramente
ético, lo peor es el empleo de la violencia, ya tan cuestionable en sí, no por
una imperiosa necesidad, eligiéndola, sino como táctica de financiación.
En
general, y para terminar, creo que hay que apuntar a todo lo que nos acerca a
los demás, tratando de ser, dentro de la sociedad que queremos cambiar, un
factor fermental y creativo, constituyendo, dentro de un mundo cada vez más
violento y sombrío, focos, por pequeños que sean, de ajenidad al poder y a la
explotación, focos de esa libertad de la conciencia que ninguna opresión puede
destruir, y que sirven de puntos de referencia. Nuestra acción en la sociedad
es desde adentro y desde abajo y se desarrolla no sólo en el movimiento
anarquista organizado, sino también, con las limitaciones del caso, en los
distintos aspectos de la vida, a través de una participación en sentido
libertario en todas las actividades positivas que ofrezcan perspectivas de
desenvolvimiento no autoritario: en los lugares de trabajo, en la familia, en
las actividades recreativas y culturales, aplicando en ellas, así como en lo
económico, cuando sea posible, la autogestión. En cuanto a las actividades
específicas del movimiento libertario, ya sabemos que se estructuran por lo
menos en las intenciones y sobre la base federalista, con un criterio
horizontal y acéntrico, a nivel de barrio, municipal, nacional e internacional.
Esta
organización flexible, en la que nadie prevalece y cada uno vale por sí mismo,
tiene como fuerza de cohesión la ética de la libertad, es decir, la ética de la
responsabilidad, la ética del que no necesita que nadie lo vigile y domine para
cumplir con lo que su misma conciencia le señale como deber.
[1]
El 25 de julio de 1908 nace en Roma (Italia) la militante, propagandista,
teórica, poetisa e intelectual anarquista Luce Fabbri de Cressatti. Hija del
militante Luigi Fabbri y de Bianca Sbriccoli, de niña conoció un buen número de
revolucionarios, como Malatesta, y disfrutó, contrariamente a otros militantes,
de una educación libertaria. Testigo durante los años veinte del siglo XX de la
subida del fascismo en Italia y de las persecuciones políticas que obligaron a
su padre a exiliarse en Francia en septiembre de 1926. En octubre de 1928
obtuvo el doctorado de Letras en la Universidad de Bolonia y entra
clandestinamente en Francia con su madre en 1929 por encontrarse con Luigi en
París. Tras su expulsión de Francia dos meses más tarde, la familia se refugia en
Bélgica y, de nuevo amenazada, acabarán instalándose en Montevideo (Uruguay).
Cuando Luigi muere el 24 de junio de 1935, Luce continuará la obra de su padre
y seguirá publicando la revista Studi Social hasta 1945.
Durante
la Guerra Civil española publicó El Risurgimiento y durante la Segunda Guerra
Mundial fue editora de la revista Socialismo y Libertad. Ejerció la enseñanza
como catedrática de Historia de la Literatura italiana en la Universidad de la
República Oriental de Montevideo entre 1949 y 1991, interrumpido entre 1974 y
1986 por la dictadura militar. Activa militante e infatigable conferenciante,
publicará revistas como rivoluzione Libertaria y escribirá numerosos artículos,
folletos y libros, para difundir las ideas libertarias y combatir el fascismo y
las dictaduras. Participó en la fundación de Opción Libertaria de Montevideo.
Entre
sus obras podemos citar Camisas negras (1935), 19 de julio. Antología de la
Revolución española (1937), Gli Anarchica e la rivoluzione spagnola (1938), La
libertà nelle crisis rivoluzionarie (1947), El totalitarismo entre las dos
guerras (1948), El anticomunismo, el antimperialismo e la pace (1949 ), La
strada (1952), Sotto la minaccia totalitaria (1955), Problemi de oggi (1958),
La libertad entre la historia y la utopía (1962 y 1998), El anarquismo: más
allá de la democracia (1983), Una strada concreta verso del utopía (1998),
etc., así como una biografía de su padre (Luigi Fabbri. Storia de un uomo
libero, 1996), y varios estudios sobre Élisée Reclus, Maquiavelo, Leopardi,
Dante, etc. Su sensibilidad también se desarrolló en el ámbito poético y
publicó recopilaciones de poesía, como I cante dell'attesa (1932) o Propinqua
Libertas (2005). En 1995 dio su archivo documental en el International
Institute of Social History (IISH) de Amsterdam. Luce Fabbri murió el 19 de
agosto de 2000 en Montevideo (Uruguay).
Otros
textos publicados en la Sala de Lectura:
Anarco-Feminismo:
pensando en anarquismo. Deirdre Hogan, publicado en la Sala de Lectura, marzo 2014
SOBRE
"PODEMOS". Carlos Taibo, publicado en la Sala de Lectura, abril 2014
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