La crisis humanitaria desembarca en
Europa
¿Quién salvará este chiquillo / menor
que un grano de avena? / ¿De dónde saldrá el martillo /verdugo de esta cadena? El
niño yuntero, Miguel Hernández.
Se
me empañan los ojos cada vez que veo la foto del cuerpo sin vida de Aylan
Kurdi, el pequeño ahogado en las aguas del Egeo cuando su familia intentaba
llegar a Grecia desde Turquía. En sus facciones, borrosas en la imagen,
desdibujadas sobre la arena, no puedo evitar ver las de mi propia hija, apenas
medio año menor que ese minúsculo niño. Afortunadamente, ella juega ahora
alegre en la terraza. En cambio, el otro ha perecido sepultado por las olas de
la guerra, que persiguen implacablemente a sus víctimas más allá de las
fronteras y a través de los continentes. Sin culpa alguna, su frágil inocencia
inerme se ha convertido en icono de los miles y miles de pequeños masacrados en
una, muchas, guerras inhumanas, cuyos padecimientos no han alcanzado tanta repercusión
mediática, vaya a saber por qué. No por falta de merecerla, desde luego. En
este diminuto cuerpo exangüe habitan todos los bebés decapitados por las bombas
de barril o las niñas que agonizan entre convulsiones por el gas mostaza.
También los subsaharianos desaparecidos entre las olas en la costa de Libia,
las adolescentes esclavizadas por los yihadistas del DAESH (Estado Islámico) y
los jóvenes afganos sin futuro en un país arrasado. No es de extrañar que tan
pesada carga asfixiase tan pequeña vida.
Entre
lágrimas, casi sin poder hablar, el padre del pequeño que pereció junto a su
hermano mayor y la madre de ambos, dijo que esperaba que por lo menos este
terrible suceso sirviese para remover conciencias. Es un triste consuelo
haberlo conseguido. Porque lo cierto es que no ha sido hasta que los cadáveres
han empezado a llegar a las costas europeas, entre las balsas hinchables de
refugiados con mejor fortuna, que se ha empezado a hablar de crisis
humanitaria, a pesar de que ésta llevaba ya casi un lustro instalada en los
campos de desplazados. Según datos de ACNUR (la agencia de la ONU para la
atención a los refugiados) más de cuatro millones de sirios han huido de la
guerra a Líbano, Jordania, Turquía y otros países limítrofes. Y eso sin contar
los, al menos, 7.600.000 desplazados internos. El caso del Líbano, que con
menos de cuatro millones y medio de habitantes, acoge a más de un millón de
refugiados, debería ser suficiente para sacar los colores a tanto político
europeo afanado en reducir la cuota que le corresponde a su país.
Lo
que es peor, diversas agencias humanitarias pasaron meses avisando de que sus
reservas para atender a esta marea humana se estaban agotando. Hasta que al
final, ante la escasez de donaciones, gubernamentales y privadas, tuvieron que
suspender de manera gradual desde principios de año la asistencia alimentaria a
los desplazados. Este empeoramiento de las ya de por sí precarias condiciones
en los campos de refugiados, ha puesto en marcha el éxodo que ahora llega a las
costas europeas.
Pero
aunque señalar con un dedo acusador a los políticos y ciudadanos occidentales
pueda ser tentador (y sencillo), lo cierto es que estos no son sino una parte
más de una ecuación muy compleja. En los medios y en las redes sociales árabes
se ha criticado mucho el significativo rechazo de los países del golfo a
recibir refugiados, a pesar del destacado papel que sus gobiernos han tenido en
la guerra, apoyando cada uno a su facción armada islamista favorita. A pesar de
que su desahogada economía les permitiría acoger a decenas de miles de sirios
en condiciones más que dignas, se han negado a hacerlo, poniendo todo tipo de
impedimentos a su entrada y asentamiento.
Por
otra parte, si el régimen de El Assad no ha colapsado todavía, en el frente
militar y en el diplomático internacional, es gracias a sus aliados: Rusia e
Irán, éste último a través de la milicia libanesa, Hizbolá. Es indudable que
esta actuación prolonga la guerra, por ejemplo cuando el gobierno ruso aumenta
su apoyo militar al régimen en vista de sus reveses de los últimos meses.
Cuando se habla de intervención extranjera en Siria se pasa por alto que ésta
existe desde hace mucho.
Sí,
desde luego los países occidentales tienen su responsabilidad en la situación
de Oriente Medio, pero el discurso antiimperialista monotemático de una parte
de la izquierda está tan acabado como la guerra fría que le daba sentido. Las
olas que hundieron el bote del pequeño Aylan no venían sólo del oeste.
No
cabe duda de que la magnitud de la crisis y la tragedia nos obliga a
replantearnos muchas certezas que han dado forma a los discursos en los países
europeos, tanto el oficial como el crítico. Políticos y medios de comunicación
se han esforzado siempre por introducir una falaz distinción entre inmigrantes
económicos y refugiados. Esta puede parecer especialmente relevante en este
caso, pero precisamente lo que hace el éxodo sirio es derribar sus premisas. La
mayoría de los refugiados que llegan ahora a Europa no huyen directamente de
las zonas de combate (eso ya lo hicieron hace años), sino de campos de
desplazados o de países vecinos en los que las condiciones de vida se han
vuelto insoportables. Y lo hacen en compañía de afganos e iraquíes en la ruta
del este y de subsaharianos en la del centro del Mediterráneo, desde Libia.
Todos ellos dejan detrás de sí continentes arrasados por conflictos
interminables y por la miseria más absoluta, factores que se alimentan siempre
entre sí y que no se pueden separar del modo nítido que querrían los oficiales
de inmigración. Considerar a unos refugiados y a otros inmigrantes económicos
ilegales carece de todo fundamento.
Pero
también la noción de derechos humanos sobre la que se ha construido el discurso
crítico, liberal o de izquierdas, hace aguas. De la manera más evidente, porque
estos parecían no existir antes de que los refugiados llegaran a millares,
derribando las barreras en las fronteras y consiguiendo con los cadáveres de
sus hijos un triste e indeseado hueco en los medios de comunicación. Pero esto
lo que pone en evidencia es la falsedad de la noción en sí. Los derechos
humanos, tan caros a los liberales y a la izquierda bienpensante, no existen
más que como cristalizaciones momentáneas de la lucha de los desposeídos por el
reconocimiento y la supervivencia, por abolir las injusticias y las
discriminaciones de que son víctimas. Los derechos no existen hasta que se
conquistan.
Por
eso la cadena de los miles de niños yunteros que se ahogan en nuestras costas o
malviven en campos de refugiados sólo se puede romper con el martillo del
corazón de quienes también hemos sido niños yunteros. De todas nosotras. No
sólo porque en el caso más concreto español se tenga relativamente reciente la
desoladora experiencia de la guerra civil y el exilio, con el legado de desarraigo
y honda tristeza que comparten todos los derrotados del mundo. Sino porque la
lucha de los refugiados es una barricada en la que podemos converger todos. En
los países europeos somos millones de desposeídos, trabajadoras afectadas por
reformas laborales, por los recortes, por las políticas de austeridad. Cuando
nos defendemos de la agresiones de la case política y de los dirigentes
económicos, luchando para conquistar de nuevo los derechos perdidos en el
naufragio de la crisis, son también los de los refugiados los que ganamos, como
futuros compañeros de tajo. Cuando la movilización en la calle derrota al
racismo y a la xenofobia, cuando obliga a los gobiernos a abrir las fronteras y
a recibir desplazados, son nuestros derechos los que defendemos, al afirmar
nuestra libertad colectiva frente al estado y los fascismos de nuevo cuño.
El
director de ACNUR ha dicho que esta crisis humanitaria no se puede resolver con
medidas humanitarias (es decir, más ayudas), sino políticas. Tiene razón.
Porque política es la lucha por la paz, la libertad y la igualdad, mediante
movilización, acción directa y solidaridad. Cuando los dirigentes de todo el
planeta participan en la masacre de los desposeídos, sea con bombas o
ahogándolos en las olas del mar, es el momento de unirnos para evitarlo. Tal
vez así encontremos salida a este atroz sinsentido. Tal vez así germine este
pequeño grano de avena sembrado en una playa turca.
Miguel
Pérez
Secretaría
de Acción Social/Exteriores. Comité Confederal de la CNT